Comentario
Los últimos resultados cayeron como una bomba sobre el Gobierno militar de Tokio. Pero aquellos generales y almirantes se negaron a admitir la evidencia de la derrota y decidieron seguir luchando.
Washington deseaba una victoria sin condiciones, aplastante, humillante, de modo que cerró todos los caminos a una posible negociación que parase la guerra en aquel punto. Dada la mentalidad japonesa, la única salida era proseguir la guerra, aunque ello significara el harakiri nacional.
El 18 de julio fue destituido el general Tojo como primer ministro y el día 22 fue elegido otro general, Kuniaki Koiso, para sucederle. El nuevo Gabinete se propuso defender fundamentalmente Filipinas, aunque sin abandonar la campaña de China, en la consideración de que la pérdida del archipiélago cortaría la ruta del petróleo insulindio, ya escaso por la acción de los submarinos americanos. Si fallaban los suministros que el Ejército extraía de Filipinas y no llegaba el petróleo, las tropas de tierra, los barcos y los aviones estarían en gravísimas dificultades.
La defensa terrestre de Filipinas fue encargada al general Yamashita, el conquistador de Singapur, pero la acción principal se confió a la Marina. El plan consistió en tender una emboscada a la flota americana en cuanto tuviera lugar el primer desembarco en Filipinas.
Se sabía que el objetivo más apetecido eran los últimos portaaviones japoneses, de modo que la escuadra de Ozawa se aproximaría a los americanos con la intención de que la persiguieran. Entonces, la flota de combate (Kurita) se fraccionaría en dos grupos que atraparían a los americanos en el centro para batirlos con el fuego de acorazados y cruceros.
En la emboscada participarían el Yamato y el Musashi, dos acorazados de 70.000 toneladas, con la artillería más poderosa del mundo, considerados indestructibles por su acabada tecnología. Pintorescamente, la Marina japonesa, que había sido precursora en el empleo de la aviación naval, recurría a una táctica superada por ella misma y confiaba en que los acorazados decidieran la guerra del mar.
Los americanos, y sobre todo el egocéntrico comandante del Pacífico suroccidental, general MacArthur, también pensaban en Filipinas. Había prometido volver y estaba dispuesto a cumplirlo, aunque el almirante Nimitz defendiera sus planes de avanzar más al norte. De nuevo se enfrentaron los intereses de ambos y Roosevelt debió volar a Honolulú, donde MacArthur le convenció de que Filipinas era el objetivo primordial.
Desde 1935 una resolución norteamericana establecía que el régimen político filipino era transitorio y daría paso a la plena soberanía el día 4 de julio de 1946. Como preparación para la invasión, el Senado decidió adelantar la independencia al momento en que los primeros soldados desembarcaran en las islas.
El 15 de septiembre, los norteamericanos tomaron Morotai, una isla al oeste de Nueva Guinea, que debía servir de base aérea para la operación. Luego desembarcaron en las Palau, a medio camino entre Guam y Mindanao.
Desde el 10 de octubre, la Aviación devastó Formosa y atacó duramente Luzón y Okinawa. Los portaaviones de Mitscher abatieron unos 500 aviones enemigos, con sólo 79 pérdidas, pero en la dureza de los combates los pilotos japoneses informaron que la escuadra americana había sufrido daños cuantiosos.
No era cierto y supuso un error muy grave. El mando japonés creyó su propia propaganda, supuso que podría rematar la operación con el plan concebido anteriormente y se decidió a arriesgar el grueso de sus buques. Toda la escuadra se puso en operaciones en el convencimiento de que, si perdía la batalla, todo estaría perdido en el mar.
El primer desembarco (20 octubre) en Filipinas tuvo lugar en la isla de Leyte, porque estaba en medio del archipiélago y suponía dividir la defensa japonesa. La fuerza de desembarco eran cuatro divisiones (Krueger) protegidas por una flota de barcos antiguos y portaaviones de escolta (Kinkaid). Más al norte, la 3.ª Flota (Halsey), formada por los barcos modernos y portaaviones de ataque, cubría la operación.